El 24 de noviembre del año pasado se cumplieron ciento cincuenta años de la publicación de la primera edición del “Origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas preferidas en la lucha por la vida” cuyos 1250 ejemplares se agotaron inmediatamente. Es la obra más famosa de Charles Darwin y un hito del conocimiento científico.
Charles Darwin fue hijo y nieto de médicos célebres y él mismo empezó a estudiar medicina aunque solo durante dos años. Aburrido en las tediosas clases, indignado por la poca categoría humana de la mayoría de sus profesores, al presenciar una intervención de cirugía pediátrica – no se había inventado la anestesia- abandonó horrorizado el anfiteatro del quirófano y la facultad para no regresar nunca.
Llama la atención que la medicina, que se reivindica como ciencia, aunque sea más preciso calificar así a la fisiopatología que a la clínica –porque los médicos aplican los conocimientos científicos pero necesitan otras habilidades—no preste mucha atención a la evolución. Sobre todo teniendo en mente la importancia de la biología en los conocimientos médicos. Y, según dijo Teodosio Dobzhansky, “nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución”.
En los planes de estudio de las titulaciones de ciencias de la salud, la evolución apenas ocupa un lugar anecdótico. Tampoco destaca en los programas de investigación sanitarios. Los motivos de esta omisión pueden ser varios. El predominio de una orientación de las ciencias médicas interesadas en dilucidar el cómo más que los por qué puede ser uno. Al centrar los esfuerzos en el mal funcionamiento del organismo, de sus órganos y tejidos y de las alteraciones bioquímicas y moleculares que dan lugar a las enfermedades, se deja de lado el papel que las enfermedades juegan en la evolución. Otro sería la oposición, al menos aparente, de los propósitos de la medicina frente a la selección natural, la genuina aportación del naturalista inglés y de Alfred Wallace.
El objeto principal de las intervenciones médicas ha sido durante muchos milenios la persona enferma, que ve mermado su funcionamiento fisiológico, en buena parte por insuficiencias en su capacidad de adaptación. Entre paréntesis cabe señalar que de un tiempo a esta parte los sanos cada vez son más objetivo de la medicina, un cambio que merece por si mismo análisis y comentario aparte. Pero en cualquier caso la medicina ha pretendido interferir en el proceso de la selección natural, neutralizándolo o al menos postergando sus efectos. Es, en cierta forma un elemento nuevo del entorno de los seres humanos, como hace miles de millones de años lo fue la actividad de las bacterias primitivas oxigenando la atmósfera de la tierra o, apenas diez mil, la adopción de comportamiento sedentario como consecuencia de la invención de la agricultura.
La denominación de selección natural no le acababa de satisfacer a Darwin ya que, en cierto sentido, distingue los procesos humanos de los de la naturaleza cuando el significado más notorio de su descubrimiento es que el origen humano es del todo natural. No somos más que una parte de la naturaleza.
Pero de más interés es considerar la utilidad que las aportaciones de Darwin en particular y del evolucionismo en general tienen para la medicina y la salud pública. La concepción del organismo como una máquina es una idea arraigada en el imaginario colectivo. Una idea que, si bien resalta el carácter natural del animal humano, induce a pensar en la existencia de un diseñador, el autor de la máquina, que concibe tejidos, órganos y aparatos para que lleven a cabo adecuadamente sus funciones.
Desde esta perspectiva, cuesta comprender entre otras, por ejemplo, las limitaciones del ojo de los vertebrados, particularmente la existencia del punto ciego de la retina, que se produce por la interposición de las terminaciones nerviosas delante de las células fotorreceptoras. Una característica fruto del camino evolutivo del desarrollo de la visión en los animales vertebrados, una limitación que los ojos de los calamares no padecen.
Precisamente la complejidad del ojo fue uno de los caballos de batalla del evolucionismo. Antes de Darwin no era posible una explicación natural de su desarrollo. El reverendo Palay en 1802 argumentaba la existencia de Dios precisamente porque algo tan complicado como un ojo no podría aparecer espontáneamente, sin nadie que hubiera cuidado tan exquisitamente cada elemento. Una explicación sistemática y exhaustivamente refutada por Richard Dawkins en “El relojero ciego”.